Un régimen penal de minoridad que lleva la firma de Videla

La ley 22.278, que rige sobre los menores en conflicto con la ley a nivel nacional, fue sancionada en 1980. Su permanencia en democracia habilitó condenas perpetuas a jóvenes y le costó al país una sanción de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Permite penar a adolescentes como si fueran adultos y encerrar a chicos y chicas por debajo de la edad de imputabilidad en institutos con regímenes carcelarios.


 

Diluviaba sobre Buenos Aires. Lucas Mendoza estaba en su casa, en Moreno. No hacía mucho que había llegado. Después de media vida en la cárcel, desde que era adolescente. Se tapó hasta la cabeza y se resguardó del agua que entraba con fuerza. Los pisos, los muebles, el televisor. Todo se empapaba. Cuando llegó su mamá, Marta Olguín, quedó atónita. Hasta que entendió lo que había pasado: “Él se tapó con cabeza y todo y dejó que se mojara la casa. ¡No estaba acostumbrado a cerrar puertas!”. Lucas había crecido en la cárcel y nunca había tenido una persiana que bajar. No había aprendido a cerrar puertas. Casi no había tenido vida adulta fuera de prisión, ni herramientas para construirla.

“No sabe vivir”, dirá una y otra vez su madre al contar a Sin Fin la historia de Lucas, uno de los menores condenados a prisión perpetua por los que el Estado argentino fue sancionado por la Corte Interamericana de Derechos Humanos, en 2013. Una de las heridas abiertas por la Ley 22.278, firmada por el dictador Jorge Rafael Videla en 1980 y vigente hasta nuestros días.

El Régimen Penal de la Minoridad, ley del 25 de agosto de 1980, rige la aplicación del Código Penal a los menores de edad en conflicto con la ley. Determina la edad de punibilidad y otorga a los jueces la posibilidad de disponer tutelarmente de los menores y de dictar penas equivalentes a las de los adultos, contrariando el derecho internacional vinculado a los adolescentes. Desde la recuperación de la democracia, la necesidad de revisar y discutir este artefacto jurídico que regula las vidas de los menores que cometen delitos se topó con una dificultad extra: cada vez que el tema se puso sobre la mesa, lo hizo junto a sendos intentos por bajar la edad de imputabilidad.

El adolescente subversivo

Tres meses y un día después del Golpe de Estado del 24 de marzo de 1976, la dictadura cívico-militar dictó una ley que modificó significativamente el Código Penal. Con el número  21.338 la medida agravó penas, creó nuevas figuras, incorporó la pena de muerte y bajó la edad de punibilidad a los 14 años. Hasta entonces, el tope estaba en los 16. Así había sido establecido por la ley 14.394 de diciembre de 1954, bajo la segunda presidencia de Juan Domingo Perón.

El 20 de septiembre de 1978, un fiscal porteño –Ricardo A. Quesada- presentó una nota dirigida a Videla para solicitar que dejara sin efecto “las modificaciones que la Ley 21.338 impuso a la Ley 14.394”. Su pedido marcó el inicio del recorrido que terminó con la sanción de la Ley 22.278 -tras su paso por la Comisión de Asesoramiento Legislativo (CAL)-, tal como relata el libro “Ningún pibe nace chorro”, elaborado por el Centro de Estudios en Política Criminal y Derechos Humanos (CEPOC).

La normativa dictatorial hacia los menores estaba atada a la construcción de un “otro” subversivo que tenía como blancos predilectos a los jóvenes y los trabajadores. “Tenía que ver con que los jóvenes adolescentes eran parte del enemigo para los dictadores, para el terrorismo de Estado –relata Claudia Cesaroni, abogada y criminóloga, referente del CEPOC- En el año 1980 un grupo de fiscales de menores, de académicos, plantea que ya está, que ya pasó lo peor de la persecución a los jóvenes, y que entonces habría que sancionar una norma que regulara un poco mejor la situación de los adolescentes”.

 

Así, en marzo de 1979 el entonces ministro de Justicia de la dictadura, Alberto Rodríguez Varela, convocó la creación de una comisión “para estudiar y proponer medidas para la reforma del régimen penal en materia de seguridad”. Desde esa comisión el subsecretario de Justicia, Roberto Durrieu –devenido en asesor de Juan Carlos Blumberg en 2004- pidió a los fiscales federales que informaran cuántos adolescentes de 14 a 17 años estaban condenados por delitos “subversivos”. La respuesta llegó desde ocho jurisdicciones: había 21 adolescentes condenados, pero ninguno menor de 16.

Sobre esa base, los integrantes de la comisión elevaron un anteproyecto al ministro de Justicia proponiendo un régimen penal juvenil que elevaba la edad de punibilidad de 14 a 16. Videla estaba dispuesto a modificar el régimen, pero no la edad. Tras largas idas y vueltas, el 21 de julio de 1980 el anteproyecto con el aval del dictador fue remitido a la CAL y el 25 de agosto de ese mismo año sancionó la Ley 22.278. En mayo de 1983, todavía bajo el gobierno de facto, la edad de imputabilidad se elevó de 14 a 16. Pero la modificación no cambió el espíritu del régimen. Casi cuatro décadas después, el documento firmado por Videla y Rodríguez Varela continúa rigiendo a los menores en conflicto con la ley. En el actual digesto jurídico, la ley 22.278 figura como ‘fusionada’ dentro del Código Penal (ley 11.179), citada específicamente en los artículos 37 a 39 de esa norma.

 

Penados como adultos

Lucas Mendoza, el adulto que no supo reaccionar ante una lluvia tras pasar su adolescencia y juventud en la cárcel, lleva las marcas de uno de los efectos dañinos que la ley de la dictadura provocó en plena democracia. Es uno de los cinco jóvenes que entre 1999 y 2002 recibió la pena de prisión perpetua, por cuyos casos la Corte Interamericana de Derechos Humanos condenó a la Argentina por violación de los derechos humanos e instó al país a sancionar un régimen de justicia penal juvenil ajustado a las convenciones internacionales sobre derechos de niñas, niños y adolescentes. Disposición que el Estado argentino no acató.

Lucas fue uno de los jóvenes acusados y condenados de haber integrado la “banda de Rosendo”, a la que se le atribuían varios robos y asesinatos entre 1996 y 1997. Él fue considerado culpable por dos de esos crímenes, cometidos cuando tenía 16. En abril de 1999, después de haber estado detenido ilegalmente en una comisaría y pasar por los institutos de menores Manuel Belgrano y Agote y por la Unidad 16 de Caseros, fue condenado a prisión perpetua.

Saldría por primera vez en libertad más de 15 años después, tras el fallo de la Corte IDH contra el Estado argentino y tras haber estado también en Marcos Paz, Devoto, la Unidad 9 de Neuquén y el complejo de Ezeiza. A los treinta y pico se encontró con un afuera que no conocía y sin herramientas para lidiar con la adultez. Un año y medio después, volvió a caer. “La vida me la arruiné solo, pero los jueces hicieron como un plus. Me dejaron muerto en vida, tantos años perdidos acá, sin saber nada de la vida. Sin tener una novia, una vida. Todo lo que me pasó me pasó acá adentro, mientras estaba detenido”, dice por teléfono desde el penal de Rawson, de donde espera ser trasladado para poder conocer a su tercera hija.

La Ley 22.278 permite que “al momento de dictar una sentencia a una persona que tiene entre 16 y 18 años y comete un delito, después de un año de tratamiento tutelar los jueces pueden absolverla, aplicarle la misma pena que a un adulto o bien una pena atenuada, que es la pena prevista para la tentativa del delito de que se trate”, resume Cesaroni. Y señala que “ese es el principal problema: que habilitó y habilita a que los jueces miren esas tres opciones y digan ‘bueno, yo puedo aplicar la misma pena que a un adulto’. Y de hecho la han aplicado. No la miran integralmente con la Convención Internacional de los Derechos del Niño”.

La Convención, que en Argentina tiene rango constitucional, plantea que en caso de aplicar penas de prisión a menores debe ser sólo como último recurso y por el más breve tiempo que proceda. Es decir, la condena a cadena perpetua a menores no debería ser una opción. Sin embargo, amparados en la ley firmada por Videla, hubo jueces que la aplicaron. Así lo hicieron hasta que la Corte Suprema de Justicia en 2005 se pronunció en Fallo Maldonado, que determinó que a los menores de 18 no se les pueden aplicar penas como si fueran adultos.

Desde entonces ya no hubo condenas a perpetua, pero la vigencia de la Ley 22.278 habilitó que se siguieran aplicando penas que en la práctica implican un cumplimiento efectivo igual de elevado. “Hay condenas de chicos de hasta 30 años. Con lo cual es equivalente a una prisión perpetua. El concepto de perpetua supone 25 años sin las condicionales, sin los beneficios. Si un niño está condenado por 30 años, son condenas perpetuas”, define Julián Axat, integrante de la Procuración General de la Nación y ex defensor juvenil bonaerense. “Este decreto es tan perverso –considera- que les da un marco de discrecionalidad a los jueces de aplicar una pena de 30 años o aplicar una pena irrisoria, aunque siempre eligen la pena más gravosa”.

No hay que remontarse demasiado en el tiempo para hallar ejemplos al respecto. En noviembre de 2016 la Justicia de San Isidro condenó a 27 años de prisión a un joven por el crimen del músico Santiago Urbani durante un asalto -cometido en 2009-, cuando el acusado tenía 16 años. Semanas más tarde fueron condenados a 28 años de cárcel dos jóvenes que tenían 17 al momento del homicidio de Norberto Machado, en el Delta de Tigre. La investigación reveló que los dos menores eran “soldaditos” que respondían a una banda de narcotraficantes que actuaba en la región. Detrás de esa figura, instalada por la cobertura mediática para dar cuenta del rol de niños y adolescentes en la venta de drogas –sobre todo en la ciudad santafesina de Rosario- se esconde otra de las distorsiones que la Ley 22.278 genera en plena democracia.

 

A disposición de su señoría

Si bien la ley en cuestión determina que un adolescente es punible a partir de los 16 años, por debajo de esa edad habilita a los jueces a disponer tutelarmente de los menores, en caso de considerar que se encuentran en situación de abandono o peligro. Bajo este paraguas, la internación de chicos y adolescentes desde mucho antes de los 16 es un hecho, pese a los estándares internacionales que prohíben la privación de libertad de los menores.

La disposición tutelar regida por la Ley 22.278 se basa en una normativa ya derogada: la Ley 10.903 de Patronato de Menores. Aunque esta normativa fue reemplazada por la Ley 26.061 de Protección Integral de los Derechos de Niños, Niñas y Adolescentes, su sustrato permanece vigente en la implementación del Régimen Penal de la Minoridad. 

Durante su ejercicio como defensor de menores en la provincia de Buenos Aires, Axat –director del Programa de Acceso a la Justicia (Atajo)- se topó con “chicos de nueve, doce, trece, catorce y quince años, que por aplicación inmediata de este decreto eran depositados en el sistema carcelario. Chicos que estaban en situación de pobreza, en situación de calle o que sus familias de acuerdo al juez no eran continentes, o para los trabajadores sociales del sistema judicial no eran continentes. Eran depositados en la Justicia”.

“El encierro en institutos de menores o en cualquier lugar donde los chicos no puedan retirarse por sus propios medios es una privación de libertad, hay que tomarlo como privación de libertad. Los no punibles al ser declarados no punibles no podrían ser privados de libertad. Este decreto ley le da una cierta legalidad a esa medida de encierro. Medida que contradice a la Convención Internacional sobre los Derechos del Niño”, advierte el defensor público de menores Gustavo Gallo, en ejercicio en la Ciudad de Buenos Aires.

Los chicos, chicas y adolescentes que por disposición tutelar quedan alojados en institutos de menores se encuentran con ámbitos que los especialistas homologan con los escenarios carcelarios. Así le pasó también a Lucas Mendoza, en su desfile por distintos institutos de menores y luego unidades carcelarias para adultos. Lugares “macro deficitarios ediliciamente, donde los pibes no pueden hacer ningún tipo de proceso de reinserción, lo mismo que en las cárceles de jóvenes adultos”, describe Gallo. En los casos más extremos, este poder tutelar de la Justicia sobre los menores institucionalizados puede continuar hasta que alcancen la mayoría de edad.

Al mismo tiempo que ampara la tutela e institucionalización de niños y adolescentes menores de 16, la Ley 22.278 deja en una nebulosa el esclarecimiento de delitos que presuntamente ellos y ellas pudieran haber cometido. “El decreto lo que impide es un debido proceso legal a niños no punibles. En ese sentido, viola todos los derechos, especialmente el de defensa”, denuncia Axat. La no investigación de estos delitos implica muchas veces la no investigación sobre organizaciones criminales encabezadas por adultos, al mando de los hilos para mover a menores por debajo de la edad de imputabilidad.

Los “soldaditos” de Rosario, entre otros, vuelven entonces a escena. Chicos y adolescentes menores de 16 encerrados en búnkers de venta de drogas, factibles de ser detectados y detenidos por flagrancia en plena operación de narcomenudeo –comercialización de estupefacientes en pequeñas cantidades-, sin que la lupa llegue a los orquestadores del tráfico a gran escala. “Los ‘soldaditos’ muchas veces son víctimas de trata de personas, y los reclutadores son tratantes. Eso es lo que también permite la 22.278: por debajo de los 16 da un tratamiento de impunidad”.

La institucionalización también puede prolongarse para los menores punibles. Y aún si fueran sometidos a juicio y hallados culpables, no conocerán su pena sino hasta los 18 años, una vez alcanzada la mayoría de edad.Es necesaria una ley de responsabilidad penal juvenil para darle certeza a los niños de por qué se los juzgó y a qué son sometidos. Porque si no van a la cárcel y no saben por qué”, advierte Axat. La situación se complejiza porque las distintas provincias elaboran sus propios regímenes procesales penales, con fuertes diferencias en el tratamiento de un mismo delito según el organismo interviniente.

Qué dice la Convención sobre los Derechos del Niño

Adoptada por la Asamblea General de las Naciones Unidas en 1989, la Convención sobre los Derechos del Niño adquirió carácter constitucional en Argentina al año siguiente, cuando quedó aprobada en el país según la Ley 23.849. Aclarando que “se entiende por niño todo ser humano desde el momento de su concepción y hasta los 18 años de edad”, en el artículo 37 de la Convención se hace referencia específica a la privación de libertad de menores y cuestiones relacionadas.  Un repaso por estos ítems deja en evidencia que la vigencia e implementación de la Ley 22.278 infringe la Convención.

 Artículo 37: 

Los Estados Partes velarán porque:

a) Ningún niño sea sometido a torturas ni a otros tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes. No se impondrá la pena capital ni la de prisión perpetua sin posibilidad de excarcelación por delitos cometidos por menores de 18 años de edad;

b) Ningún niño sea privado de su libertad ilegal o arbitrariamente. La detención, el encarcelamiento o la prisión de un niño se llevará a cabo de conformidad con la ley y se utilizará tan sólo como medida de último recurso y durante el período más breve que proceda;

c) Todo niño privado de libertad sea tratado con la humanidad y el respeto que merece la dignidad inherente a la persona humana, y de manera que se tengan en cuenta las necesidades de las personas de su edad. En particular, todo niño privado de libertad estará separado de los adultos, a menos que ello se considere contrario al interés superior del niño, y tendrá derecho a mantener contacto con su familia por medio de correspondencia y de visitas, salvo en circunstancias excepcionales;

d) Todo niño privado de su libertad tendrá derecho a un pronto acceso a la asistencia jurídica y otra asistencia adecuada, así como derecho a impugnar la legalidad de la privación de su libertad ante un tribunal u otra autoridad competente, independiente e imparcial y a una pronta decisión sobre dicha acción.

 

Catorce, quince, dieciséis

El poder conferido a los jueces para aplicar a los menores penas tan altas como a los mayores, así como la atribución de la disposición tutelar que permite la internación de chicos no punibles, son algunas de las distorsiones que genera la Ley 22.278, sancionada en dictadura, vigente en democracia y contraria a lo que establece la Convención Internacional de los Derechos del Niño, con vigencia constitucional.

La necesidad de revisarla y eventualmente reemplazarla fue debatida en varias oportunidades desde 1983 y hay cierto consenso sobre la importancia de abrir la discusión. Sin embargo, su tratamiento ha estado históricamente atado a la insistencia de algunos sectores por bajar la edad de imputabilidad, reclamo apropiado en gran medida por defensores de la mano dura. Y por lo general en contextos en los que un caso mediático protagonizado por un menor sospechado de haber cometido un crimen se convierte en mar de fondo.

Los especialistas consultados difieren. Plantean que la discusión en torno a la Ley 22.278 debe darse, sí. Pero no de la mano de la baja de la edad de punibilidad. Que, de hecho, implicaría volver a los 14 años como edad bisagra, tal como en 1976 instauró y en 1980 reafirmó Videla (hasta que la dictadura la volvió a elevar a 16 años en 1983).

“Hay un problema serio que es que algunos plantean que para tener ese sistema de responsabilidad penal garantista es necesario bajar la edad de punibilidad, de 16 a 14 años. Cosa que yo no estoy de acuerdo. En realidad sería seguir criminalizando y no se podría aplicar pues se violaría el principio de no regresión. Es decir, no podemos regresar a una norma peor que la que tenemos”, alerta el defensor público Gallo. “La Convención y el Comité de los Derechos del Niño establecen que si los Estados han adoptado marcos de punibilidad de determinada edad regresarlos o hacerlos disminuir significa regresar en derechos. Usar el principio regresivo. Por lo tanto la Argentina estaría violando el principio de regresividad si disminuye la edad de punibilidad a los 14, 13, 12, como algunos sostienen”, coincide Axat.

Dos factores –entre muchos otros- atraviesan esta discusión: las estadísticas y la cuestión de clase. Si bien la falta de datos numéricos certeros en materia de delitos ha sido un inconveniente de larga data en Argentina a la hora de diseñar políticas públicas de seguridad y punibilidad, la información disponible no da sustento a quienes atribuyen la necesidad de bajar la edad de imputabilidad a la urgencia por combatir la inseguridad.

Según el Informe de Homicidios 2014 elaborado por el Instituto de Investigaciones del Consejo de la Magistratura del Poder Judicial sobre el territorio de la Ciudad de Buenos Aires, entre los victimarios hubo un seis por ciento de menores: cuatro por ciento eran punibles y sólo el dos por ciento estaba por debajo de los 16 años que marcan el límite de la imputabilidad. En el mismo sentido, según datos del Relevamiento Nacional sobre Adolescentes en Conflicto con la Ley, publicado en 2015 por Unicef, casi la totalidad de los 1.305 adolescentes privados de su libertad en centros cerrados eran varones, argentinos, mayoritariamente entre 16 y 17 años. Al momento del relevamiento, sólo el 6,3% eran niños menores de 16 años. En tanto, según la última actualización de la Base General de Datos de Niños, Niñas y Adolescentes con Intervención Judicial, a cargo de la vicepresidenta de la Corte Suprema, en 2016 hubo 260 menores internados a disposición de Juzgados Nacionales de Menores y Tribunales Orales de Menores, en Centros de régimen cerrado en la Ciudad de Buenos Aires. De ellos, sólo tres casos de chicos de 15 años.

Al indagar sobre quiénes son esos –pocos- menores, surge el otro factor de peso que atraviesa este universo: la cuestión de clase. “El paradigma predominante dentro del sistema penal juvenil es el del peligrosismo de los adolescentes. Es marcar adolescentes porque usan gorrita, porque tienen el color de piel oscura, porque están parados en una esquina y no se sabe qué están haciendo”, describe Axat. Y complementa Gallo: “La mayoría de nuestros institutos están poblados –como la mayoría de nuestras unidades de detención- por los que el control social estatal califica como peligrosos, o sea tiene un estereotipo que tiene que ver con una situación. El mismo Estado que los hace vulnerables después los encarcela por ser vulnerables”.

Tanto Cesaroni como Axat y Gallo instan a analizar esa ausencia del Estado en las etapas previas del niño que luego deviene en adolescente en conflicto con la ley. En el 90 por ciento de los casos o más son personas con las que el Estado no ha cumplido sus obligaciones previas. El Estado en la forma escuela, el Estado en la forma sistema de salud, el Estado en la forma vivienda digna, barrio decente. El Estado no ha cumplido sus obligaciones. ¿Por qué lo vamos a hacer aparecer al Estado cuando ese pibe trasgrede una norma, cuando ha sido víctima de trasgresiones mucho antes?”, se pregunta la abogada y criminóloga Cesaroni, para pararse en contra de la punibilidad por debajo de los 16.

Su argumento se volvió palpable en torno al caso que sirvió de excusa para reabrir la discusión sobre la baja de la edad de imputabilidad los primeros días de 2017. Fue a partir del crimen de un adolescente de 14, presuntamente por obra de otro de 15 –algo que luego y con menos pompa mediática se puso en duda-. Uno de los docentes que fuera maestro de grado del sospechado y mediáticamente condenado dio cuenta del recorrido de vida de ese menor. Relató la falta de afecto y contención que tuvo durante su infancia, el abandono de su padre, la prisión de su hermano, la migración que lo alejó de su abuela. Señaló las advertencias realizadas en la escuela al área de atención psicológica, que no surtieron efecto. Los reclamos del niño por abrazos, sus avances en la socialización cuando se le tendía una mano. Y, finalmente, su desenlace siendo acusado y expulsado de Argentina a Perú, de donde era originaria su familia. El docente resumió su conclusión en una línea: “Pareciera que si a la gente la matan despacio desde chiquita, no la matan. Que sólo si muere en minutos es un crimen".

 

“Mi hijo no vivió nunca como adulto afuera de la cárcel”

El 12 de abril de 1999, en el décimo año de menemismo en Argentina, se impusieron en el país las primeras condenas a prisión perpetua a dos jóvenes por delitos cometidos cuando tenían 16 y 17 años. Uno de ellos era Lucas Matías Mendoza. Lo acusaban de haber participado del asesinato de dos personas cuando integraba la “banda de Rosendo”, a los 16 años. Así, desde la adolescencia, Lucas pasó por los institutos de menores Manuel Belgrano y Agote, la unidad 16 de Caseros, la Unidad 24 de Marcos Paz, la cárcel de Devoto, la Unidad 9 de Neuquén, el Complejo Penitenciario Federal 1 de Ezeiza, la Unidad 19 también de Ezeiza, el Complejo Penitenciario Federal II de Marcos Paz y hasta la remota cárcel de Rawson.

“Mi hijo no vivió nunca como adulto afuera de la cárcel”, dice su mamá, Marta Olguín, al contar una vez más la historia de su hijo. El caso de Lucas adquirió visibilidad tanto por estar entre las primeras condenas a perpetua por crímenes cometidos siendo menor, como luego porque su situación –junto a la de otros cinco adolescentes con igual pena- llegó hasta la Corte Interamericana de Derechos Humanos, que condenó al país por la imposición de estas penas a menores –contradiciendo entre otras cosas la Convención Internacional de los Derechos del Niño- e instó al Estado argentino a modificar el Régimen Penal de la Minoridad o Ley 22.278, sancionada durante la última dictadura cívico-militar. Algo que, entrado 2017, no se hizo.

“En cuanto nació, ya me hizo renegar. Nació de nalgas y sufrí muchísimo para tenerlo. De chiquito siempre lloró muchísimo por los dolores de los huesitos. Imaginate que tiene 36 años, hace 36 años atrás era todo con fórceps. Un nacimiento así lastimaba mucho al bebé. Así comenzó su historia en esta vida”, cuenta Marta al comenzar a narrar el recorrido de Lucas, uno de sus cinco hijos. Luego hace un repaso por su niñez, su escuela primaria sin problemas, el inicio de su adolescencia algo más alborotada. Para entonces, la familia ya se había instalado en el Complejo Habitacional Ejército de los Andes, más conocido como Fuerte Apache.

“La adolescencia fue un poquito, no mucho, más complicada. Porque no tuvo tiempo de tener adolescencia. Él no tiene idea de lo que es ser adolescente. Estaba estudiando la secundaria. Vivíamos en un barrio bastante complicado, si bien no hay que echarle toda la culpa al barrio. Ahí empezó a acercarse al delito. Empezó a buscar cosas que a él lo hacían sentir mejor. He vivido historias muy tristes con él”, cuenta la mujer. Por teléfono, desde la cárcel de Rawson, Lucas da su perspectiva: “Opté, entre el abandono de mi padre y circunstancias de la vida, por elegir un camino incorrecto. Me junté con unos chicos que cometían delitos. Todo lo que viene después fue como que me mataran en vida. Tengo 36 años y no pude crecer, desarrollarme como ser humano, como adulto”.

En los 20 años que pasaron entre los crímenes cometidos a los 16 y la espera de su tercera hija en Rawson a los 36, Lucas sufrió torturas, perdió la vista de un ojo, realizó huelgas de hambre para que se concretara la conmuta de su pena, tuvo al menos un intento de fuga, salió en libertad –ya como adulto- tras la revisión de su caso y volvió a caer en prisión por otros delitos. Con más de la mitad de su vida tras las rejas, su mamá describe su situación con una misma frase, una y otra vez: “No sabe vivir”.

Cuando Lucas era adolescente y se acercó al delito, el Estado apareció en su vida como aparato punitivo, sin darle herramientas para construir otro camino. La Ley 22.278, sancionada en los años de plomo y vigente desde entonces, amparó eso. La historia de Lucas lleva la marca de los efectos que esa normativa produjo y produce, aún en democracia. 

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