Una deuda de la democracia: la vigencia de leyes de facto

De las 4.449 leyes que integran el digesto jurídico, 998 nacieron bajo regímenes no democráticos. De ellas, 417 fueron aprobadas durante la última dictadura cívico-militar, que creó un órgano específico para tal fin compuesto íntegramente por oficiales de las tres armas: la Comisión de Asesoramiento Legislativo (CAL). Poco presente en los repasos sobre la historia reciente, dejó una marca que se mantiene hasta nuestros días.

 

“Comenzarán hoy las actividades de la comisión asesora sobre legislación”, aseguraba en su título principal de tapa el diario Clarín aquel 19 de abril de 1976. Contrariamente a lo que hoy se recuerda, los detalles sobre la conformación de la Comisión de Asesoramiento Legislativo (CAL) ocuparon un gran espacio en los medios de prensa de la época. Sin embargo, tras el retorno democrático no se echó demasiada luz sobre su función determinante en el armado de la estructura legal que utilizó la última dictadura para intentar “refundar la Nación”. Muchas de las normas –pensadas, escritas y aprobadas por militares y bajo una gestión de facto- continúan vigentes y tienen efectos concretos y cotidianos sobre la sociedad actual, aunque la génesis de esa legislación permanezca en las sombras.

De las 4.449 leyes vigentes, hay 417 que fueron aprobadas durante la última dictadura cívico-militar. Esto representa casi una de cada diez de las normas que nos rigen. Y atraviesan los más diversos ámbitos: desde el funcionamiento de los bancos y la relación del Estado con la Iglesia, hasta el régimen de tiendas libres de impuestos en aeropuertos (free-shop), pasando por la estructura judicial y aduanera. Este enorme paquete de leyes incluye también algunas tan significativas como la Ley de Entidades Financieras (21.526), la Ley Para el Personal de la Policía Federal (21.965) y el Régimen Penal de Minoridad (22.278), cuya discusión está tan en boga en estos días.

Hay otras menos conocidas, pero no por eso menos importantes. Entre ellas, la ley de Inversiones Extranjeras (21.382) otorgó en 1976 beneficios a las empresas foráneas al equipararlas con las de capital nacional y sin la obligación de reinvertir en el país. El actual Código Aduanero fue sancionado en 1981, y la ley que regula las expropiaciones (21.499) fue sancionada cuatro años antes.

La Iglesia fue objeto de una serie de leyes que aún la benefician. La 21.950 estableció en 1979 que los arzobispos y obispos cobren un sueldo mensual equivalente al 80% del sueldo de un Juez Nacional de Primera Instancia, que hoy es de 77.000 pesos. Les otorgó, además, una jubilación mínima vitalicia a los sacerdotes a partir de los cinco años de ejercicio, aunque no tengan aportes previsionales, a través de la ley 22.430. Y, mediante la ley 22.950 - aprobada casi al final del régimen- financia con una beca de un sueldo mensual a cada uno de los 1600 alumnos del Seminario.

Si bien todos los gobiernos de facto en Argentina emitieron su propia normativa, a través de la sanción de decretos y/o leyes, sólo el último creó un órgano como la CAL, abocado a analizar y recomendar normas. Y su creación ya se prefiguraba en uno de los documentos fundantes elaborados por los golpistas para determinar cómo sería su gobierno. Así, el artículo 5 del Estatuto para el Proceso de Reorganización Nacional establecía que “las facultades legislativas que la Constitución Nacional otorga al Congreso (…) serán ejercidas por el Presidente de la Nación” y “una Comisión de Asesoramiento Legislativo intervendrá en la formación y sanción de las leyes”. El estatuto llevaba la firma de Orlando Agosti, Emilio Massera y Jorge Rafael Videla, los tres integrantes de la Junta.

Un Congreso sin representatividad popular

El mismo día del golpe, una comitiva militar entró al Congreso de la Nación para tomar control del edificio ubicado en Callao y Rivadavia. Los 69 senadores y 243 diputados fueron obligados a dejar sus bancas y el Poder Legislativo fue disuelto: a partir de ese momento, comenzaba a ponerse en marcha el proceso de conformación de la CAL.

Poco después, en la parte del edificio que corresponde al Senado, comenzó a sesionar este congreso de facto. Estaba integrado por nueve miembros (tres de cada Fuerza) y presidido en forma anual y rotativa. La Comisión funcionó principalmente en el área del Senado, donde se realizaban las sesiones plenarias. Por allí pasarían para ser analizadas las más de 2000 leyes sancionadas entre 1976 y 1983 y otras tantas que solo quedaron como proyectos.

Además de utilizar el edificio, la CAL conservó también buena parte del personal de planta del Congreso. Civiles que habían trabajado en democracia y que tenían experiencia en el proceso detrás de la sanción de leyes: desde taquígrafos y mantenimiento hasta los empleados de las diferentes comisiones y de Información Parlamentaria. Bajo el control totalitario de las autoridades militares, todos los civiles fueron cambiados de áreas, los grupos de trabajo fueron desarmados e incluso hubo trabajadores secuestrados en el mismo edificio y luego desaparecidos. Buena parte de la información hoy disponible sobre el funcionamiento de la CAL proviene de estos empleados, tal como reconstruye el documental "CAL: el Congreso en dictadura", elaborado por el Colectivo Alambre, que cuenta lo ocurrido en el Parlamento en esa etapa (puede verse en: www.documentalcal.com.ar).

“La creación de un órgano de consulta jurídica es una muestra clarísima de la que la dictadura argentina del ‘76 se proponía modificar o refundar las relaciones sociales. No hubo otra dictadura que tuviera un órgano de gobierno formado especialmente para hacer leyes”, resalta Paula Canelo, doctora en Ciencias Sociales por FLACSO e investigadora CONICET. Según explica la autora de “La política secreta de la última dictadura”, es importante considerar el grado de militarización que tenía la CAL, integrada en porciones iguales por representantes de las tres Fuerzas Armadas.

Sus miembros no ideaban los proyectos de ley, sino que trataban y asesoraban sobre las iniciativas que presentaba cada Ministerio, intervenido a su vez por las distintas fuerzas. Tenían también potestad para citar a civiles interesados a participar de las discusiones, en su mayoría especialistas del lobby empresario. Las transcripciones de las sesiones dan cuenta de la íntima relación que había entre estos y los encargados de delinear las leyes que los afectarían.

En síntesis, las leyes sancionadas entonces –muchas de ellas vigentes hoy- fueron impulsadas, delineadas y aprobadas por personal militar, sin formación para legislar, y estaban supervisadas y condicionadas por los grandes actores económicos de la época.

Emilia Simison, politóloga e investigadora, explica que “los proyectos eran enviados a las comisiones que correspondía por tema y allí se emitía un dictamen provisorio de calificación, donde se determinaba si era de ‘significativa trascendencia’ o no”. Si el plenario coincidía con esa evaluación, un dictamen definitivo daba su veredicto. Los proyectos considerados de ‘significativa trascendencia’ eran los que se trataban con más atención y urgencia. La recomendación surgida de la CAL iba entonces a la Junta Militar, que tenía la última decisión.

A pesar de no tener iniciativa parlamentaria, la CAL tenía su propio peso dentro del régimen. Funcionó como un lugar de negociación, donde se podían resolver las disputas  entre las tres Fuerzas Armadas y de las Fuerzas con los civiles y el Ejecutivo, y como un lugar donde los militares demandaban y compartían información.

La discusión tras el retorno democrático

La vuelta de la democracia trajo también el debate sobre la validez de las leyes dictadas por el autodenominado “Proceso de Reorganización Nacional”. La discusión comenzó un poco antes, cuando en septiembre de 1983 Reynaldo Bignone anunció la sanción de la ley de Pacificación Nacional (22.924) que luego sería conocida como la ley de Autoamnistía por su intento de evitar que quienes habían participado en el terrorismo de Estado fueran juzgados por las instituciones democráticas.

El dirigente radical Raúl Alfonsín se pronunció públicamente en contra de esa norma y anunció en su campaña electoral que la derogaría si llegaba a ser presidente. Por otro lado el peronismo, encabezado por Ítalo Luder, criticaba la ley pero la consideraba jurídicamente válida.

Tras la victoria de la UCR, el primer proyecto de ley enviado al nuevo Congreso democrático fue la derogación de la autoamnistía. El 22 de diciembre de 1983 los legisladores aprobaron la medida y, una semana después, se publicó en el Boletín Oficial con el número 23.040/83.

“Debe derogarse y declararse insanablemente nula la ley de facto llamada de Pacificación o de Amnistía”, señaló Alfonsín en el mensaje de elevación del proyecto de ley. “Las normas de facto no gozan de la presunción de legitimidad que beneficia a las de origen democrático, su validez precaria queda cancelada cuando, como en este caso, su contenido es claramente inicuo”, agregó.

La sanción de esta ley, que abrió  la puerta al Juicio a las Juntas, dio paso al año siguiente a otra norma de gran importancia: la ley de Defensa de la Democracia (23.077), que derogó una serie de artículos y leyes de facto relacionadas con la represión y el terrorismo de Estado: eliminó del Código Penal Argentino la pena de muerte y anuló la posibilidad de que los tribunales militares procesaran a civiles. Modificó además el Código Penal para reemplazar la expresión “rebelión” por la de “atentados al orden constitucional y a la vida democrática”, delito por el que los golpistas podrían recibir hasta 25 años si fueran militares.

En cuanto a la Corte Suprema, renovada completamente tras el retorno democrático, su postura fue que la validez de las normas y actos dictados en dictadura “está condicionada a que explícita o implícitamente el gobierno constitucionalmente elegido que los suceda la reconozca”, tal como analizó el abogado e investigador en Derecho Enrique Groisman en el libro “Usted también Doctor”, de Juan Pablo Bohoslavsky. Años después, una Corte Suprema modificada en su composición bajo el gobierno de Carlos Saúl Menem cambiaría este criterio.

En diciembre 1990, los magistrados opinaron que el debate ponía en juego la seguridad jurídica y que, si se cuestionara la legitimidad de los actos de la dictadura, “la vida social se vería seriamente trastornada en Argentina si sus habitantes tomaran conciencia de que los tribunales entienden que en el país hay miles de leyes y varios centenares de miles de decretos, actos administrativos, contratos públicos, y sentencias así como numerosos tratados provenientes de períodos de facto que sólo tienen apariencia de tales porque, en rigor, están viciados de ilegitimidad (...)”.

En 1994, la reforma constitucional salvaría estas consideraciones al incluir en el primer párrafo del artículo 36 la nulidad de todo acto de un gobierno de facto: “Esta Constitución mantendrá su imperio aun cuando se interrumpiere su observancia por actos de fuerza contra el orden institucional y el sistema democrático. Estos actos serán insanablemente nulos”. Claro que este texto no puede modificar la legislación hacia atrás, así que apenas fija una pauta a seguir en caso de que ocurrieran nuevos golpes de Estado.

Todos los golpes dejan secuela

La última dictadura no fue la única en sancionar su propia normativa: todos los gobiernos de facto argentinos lo hicieron en mayor o menor medida. Esas normas fueron convalidadas por las diferentes Cortes Supremas de Justicia de la Nación, en lo que se conoce como la doctrina de facto del Máximo tribunal.

Una acordada de 1930 abrió el camino. Los jueces firmaron el fallo en respuesta a un comunicado que envió el general José Uriburu tras el golpe y destacaron que fuerzas militares y policiales “necesarias para asegurar la paz y el orden de la Nación” se habían comprometido a mantener “la supremacía de la Constitución y de las leyes del país”.

  A partir de esta acordada, las siguientes integraciones de la Corte fueron refinando el mecanismo y consideraron que los decretos-leyes emanados de los regímenes militares debían ser luego ratificados por el Congreso democrático con una ley ómnibus. Pero la dictadura de Juan Carlos Onganía, en 1966, cambió esa costumbre. Dejó de emitir decretos-ley y comenzó a dictar leyes siguiendo la numeración previa, como si hubiesen sido votadas por el Congreso. El autodenominado “Proceso de Reorganización Nacional” retomó esta idea y, además, creó un organismo especializado para hacerlo: la CAL.

Si bien es notable la injerencia que tuvo la última dictadura en nuestra legislación actual, el corset legislativo heredado de los gobiernos de facto es aún más importante si sumamos todas las leyes aprobadas por dictaduras en el siglo XX y que hoy siguen vigentes. Éstas totalizan 998 sobre las 4.449 que integran el digesto jurídico y regulan nuestro comportamiento en sociedad. Es decir, casi una de cada cuatro.

La única dictadura de la que no han quedado leyes vigentes es la de José Uriburu (1930-1932). Luego, en orden cronológico, quedan 60 leyes de la llamada Revolución del 43 (1943-1946). Unas 86 de la autodenominada Revolución Libertadora (1955-1958) y 435 de las dictaduras de Onganía, Levingston y Lanusse (1966-1973). 

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